jueves, 2 de noviembre de 2017

Long as i can see the light - Creedence Clearwater Revival




La verdadera muerte de mamá

A las pocas horas de que muriera mamá, con su cuerpo aún en el tanatorio, tuve que ir a su casa a buscar unos documentos. Me sorprendió encontrar en su mesilla un teléfono móvil porque siempre se había manifestado en contra de ese aparato. Comprobé que la pila estaba cargada y me lo llevé junto con el cargador. Durante el resto de la jornada, mientras atendía a la gente que pasó a darme el pésame, fui consciente de que llevaba aquel trasto de mamá en el bolsillo. De vez en cuando, me separaba de los demás y comprobaba que continuaba encendido. La verdad es que estaba ansioso por que sonara. ¿Quién podría estar al otro lado? Quizá la propia mamá, me dije, o alguna relación que yo no le conocía y que era la causante de que hubiera incorporado a su existencia ese artefacto del que decía abominar.

Tras el entierro, volví a casa y me preparé una infusión. Vivo solo, como mamá, pero no soy viudo, como ella. Nunca he tenido una relación que me durara más de dos meses. Cuando falleció papá, con quien me llevaba muy mal, le sugerí a mamá que viviéramos juntos, pero ella adujo que teníamos hábitos muy distintos y que era mejor que cada uno se quedara en su casa. Así lo hicimos. Por lo general, iba a verla una vez a la semana y comíamos juntos, aunque la telefoneaba a diario. Nunca supe si mis llamadas la alegraban o la fatigaban. Ella procuraba no hacerme daño, pero siempre me transmitía la impresión de que yo dependía más de ella que ella de mí.

Mientras me tomaba la infusión, saqué el móvil del bolsillo. Estaba vivo, pero se le había borrado una rayita de las que indican el estado de la batería. Lo puse a cargar, pues si se apagaba, no conociendo su clave secreta, no podría volver a encenderlo. Luego entré en el menú y busqué la agenda, pero la tenía vacía. Durante los días siguientes, me quedaba a veces mirándolo durante largos minutos, esperando el milagro de que sonara y averiguara algo que no sabía de mamá. Lo guardaba dentro del bolsillo interior de la chaqueta y de vez en cuando me llevaba la mano al aparato, como quien se la lleva al corazón, para comprobar que continuaba allí. Más de una vez me dio la impresión de que vibraba, pero no era él, era mi corazón.

Hace algún tiempo, se quedó vacío el apartamento contiguo al mío. Sabía que no vivía nadie en él porque me lo dijo el portero, pero a veces me parecía escuchar ruidos. En más de una ocasión apliqué mi oído al tabique de separación, para cerciorarme de que no vivía nadie. También fantaseé con la idea de hacer un pequeño agujero en la pared para descubrir al fantasma que habitaba en ese piso vacío. Manías de soltero, de persona solitaria con demasiado tiempo libre. Establecí con el móvil de mamá una relación semejante a la que tengo con el tabique. Me lo colocaba a veces en el oído, para ver si había alguien al otro lado. Y tenía que haberlo, pues de otro modo mamá jamás se lo habría comprado. Alguien se lo tuvo que regalar, alguien que utilizaba el móvil a modo de cordón umbilical con ella.

El tiempo pasó sin que el teléfono sonara. Miento: sonó un par de veces, pero eran llamadas de personas que se habían equivocado, o eso creo. La primera se produjo un domingo por la mañana. Estaba preparando un zumo de naranja que fue a parar al suelo, por el susto. Al otro lado había un hombre que preguntaba por Rosario. Le dije que el teléfono no pertenecía a nadie con ese nombre, por lo que pidió disculpas y colgó. La segunda vez estaba en el cine. Había activado el mecanismo de vibración, para que no sonara. De súbito sentí una especie de taquicardia fuera del pecho. Al principio creí que se trataba de una alucinación, pero me llevé la mano al bolsillo y lo sentí temblar. Me levanté para salir de la sala, pero al llegar al vestíbulo, cuando me disponía a atender la llamada, cesó la vibración. En la pantalla del aparato apareció la leyenda: “Llamada perdida”. Busqué información, pero el número del llamante estaba oculto. Creo que blasfemé.

Mañana hará un año que murió mamá. Creo que es absurdo continuar manteniendo esta atención a un teléfono mudo. Quizá ha llegado el momento de desprenderme de él. Pero no sé si arrancarle la batería de golpe, para que muera de manera instantánea, o dejar que se vaya agotando poco a poco, asistiendo tercamente a su agonía como si asistiera a la mía y como no asistí, por cierto, a la de mamá, que murió de repente, sin que me diera tiempo a despedirme de ella. Haré esto último: dejar que la batería se agote poco a poco. ¿Cuánto puede durar? ¿Dos días? ¿Tres? ¿Cuatro? Serán los que me queden a mí para cambiar de vida. Mamá habrá muerto del todo cuando su móvil deje de respirar. Qué absurdo para alguien que, como ella, odiaba la tecnología.


Juan José Millás


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