«Se retiraron del camino y desde un pequeño montículo vieron cómo se aproximaban los dos espesos y revueltos nubarrones de polvo.
Don Quijote, que tenía la imaginación muy viva, empezó a mostrar sus conocimientos.
- Aquel caballero que trae en el escudo un león coronado es el valeroso Laurcalco; el de al lado, el de las armas de flores de oro, es el temido Micocolembo; el otro, el de los miembros gigantescos…
Así prosiguió Don Quijote, enumerando los escudos, armas, linaje y méritos de tantos caballeros. Sancho lo escuchaba con la boca abierta y se frotaba los ojos, pues allí delante no veía nada de lo que contaba su amo.
Don Quijote lo advirtió.
-¿Qué te pasa Sancho?
- Pues, señor…-intentó explicarse su escudero con un gesto incrédulo.
-¿No oyes el relinchar de los caballos, el sonido de los tambores, el batir de las espadas…?
-No oigo otra cosa sino muchos balidos de ovejas y carneros.
- El miedo que tienes hace que no veas ni oigas bien, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son-le dijo Don Quijote-.y si tanto lo temes, déjame, que yo solo me basto para dar la victoria al señor del Arremangado Brazo.
Y tomando con fuerza su lanza, picó a Rocinante, que aunque torpe y cansado sabía bien corretear cuesta abajo, y entró en aquella polvareda con su arma a punto.
-Vuelva señor, que son ovejas y carneros lo que va a embestir.
Don Quijote no oía las voces de su escudero sino que en mitad de los dos rebaños se sentía como en el centro de una gloriosa batalla, clavando su lanza a todo aquello que se movía, que en este caso eran unas asustadas y perdidas ovejas.
Los pastores, que vieron la rapidez con la que aquel loco estaba dando cuenta de sus animales, cogieron piedras del camino y las lanzaron con buen tino: una le dio en el brazo, tirándole la lanza; otra, en las costillas; una tercera se estampó en mitad de la boca dejándole con dos dientes menos, y una cuarta se estrelló en su estómago, haciéndole tragar las muelas que bailaban en la boca.
Don Quijote perdió el equilibrio y dio con sus huesos en la tierra. Los pastores, creyendo que lo habían matado, recogieron las siete ovejas muertas y huyeron de allí con sus rebaños.
Sancho Panza corrió a atenderle.
-¿No le decía, señor, que volviese, que no era un ejército sino una manada de ovejas y carneros?
-Has de saber Sancho, que el malvado sabio que me persigue, envidioso de mi gloria, convirtió al ejército en ovejas- replicó un Don Quijote agónico.»
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