Siempre fuiste para mí más real que Dios.
Montando el atrezo de una tragedia,
martilleando los clavos
con solo unos pocos amigos invitados a mirar.
Solo para parecer cercano hiciste coja a una chica guapa
y arrollaste a un niño con una moto.
Se me ocurren un montón de ejemplos similares.
Lo dicho: cómo ambos nos seguimos encontrando.
La máquina de chicles que predice el futuro en Chinatown
puede que tenga la respuesta,
una vieja y chirriante puerta abriéndose en una película de terror,
un paquete de cartas que olvidé en una playa.
Puedo sentir cómo te acurrucas a mi lado por la noche,
con tu aliento caliente –tus manos frías–,
y yo, como si fuera un piano antiguo colgado
de una ventana al extremo de una soga.
Charles Simic (Belgrado, 1938)
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