Con el tema de hoy casi completamos el top 10 de las canciones que nos hacen sentir mejor según el conocido (al menos en el blog hemos hablado de él en tres ocasiones) índice FGI. Este temazo de los suecos ABBA ocupa el 2º lugar sólo superado por Don't stop me now de Queen (entre reinas anda el juego).
Ciertamente siempre me provoca un subidón de adrenalina el escuchar este tema de Agnetha, Björn, Benny y Anni-Frid y me entran unas enormes ganas de cantar a todo volumen e incluso de bailar a su ritmo.
Sin embargo, buscando información de la canción para realizar la entrada de hoy me encontré con una interpretación que, en un principio, me pareció algo disparatada pero que después de analizarla, puede que no lo sea tanto e incluso se acerque bastante a la realidad.
La teoría se podría resumir así: la canción, a pesar de elevarnos la moral y las ganas de vivir es la canción más triste que se haya escrito jamás.
Siempre hemos pensado que la canción trata de una chica de 17 años que baila en el centro de la pista y que es la reina del baile a la que todos admiran y envidian. Hasta cierto punto es así, sin embargo, cuando llega el momento cumbre del tema la letra dice "Mira a esa chica, mira esa escena. Te gusta la reina del baile". La escena ya no la protagoniza nuestra chica, sino que lo ve desde fuera, añorando los tiempos en que era la reina del baile. Hoy ya no es así y hay una nueva reina del baile y nadie recuerda a la que un día ocupó ese lugar.
No sé si es lo suficientemente triste para ser la canción más triste que se haya escrito jamás (en realidad estoy convencido de que ni siquiera estaría entre las 30 canciones más tristes de la historia) pero sí que me parece que la música en algunas partes de la canción exuda y nos impregna de ese sentimiento de nostalgia por los tiempos pasados y que no volverán.
Sea como fuere prefiero quedarme con esa sensación de exaltación de la vida, comparándola con un baile, que nos eleva a lo más alto.
¡Salud, disfrutad del baile y no dejéis que ninguna teoría, más o menos disparatada, os arruine una buena canción ni os destroce un gran momento!
Naron, de la longeva raza rigeliana, era el cuarto de su estirpe que llevaba los anales galácticos. Tenía en su poder el gran libro que contenía la lista de las numerosas razas de todas las galaxias que habían adquirido el don de la inteligencia, y el libro, mucho menor, en el que figuraban las que habían llegado a la madurez y poseían méritos para formar parte de la Federación Galáctica. En el primer libro habían tachado algunos nombres anotados con anterioridad: los de las razas que, por el motivo que fuere, habían fracasado. La mala fortuna, las deficiencias bioquímicas o biofísicas, la falta de adaptación social se cobraban su tributo. Sin embargo, en el libro pequeño nunca se había tenido que tachar ninguno de los nombres anotados.
En aquel momento, Naron, enormemente corpulento e increíblemente anciano, levantó la vista al notar que se acercaba un mensajero.
-Naron -saludó el mensajero-. ¡Gran Señor!
-Bueno, bueno, ¿qué hay? Menos ceremonias.
-Otro grupo de organismos ha llegado a la madurez.
-Estupendo, estupendo. Hoy en día ascienden muy aprisa. Apenas pasa año sin que llegue un grupo nuevo. ¿Quiénes son?
El mensajero dio el número clave de la galaxia y las coordenadas del mundo en cuestión.
-Ah, sí -dijo Naron- lo conozco.
Y con buena letra cursiva anotó el dato en el primer libro, trasladando luego el nombre del planeta al segundo. Utilizaba, como de costumbre, el nombre bajo el cual era conocido el planeta por la fracción más numerosa de sus propios habitantes.
Escribió, pues: La Tierra.
-Estas criaturas nuevas -dijo luego- han establecido un récord. Ningún otro grupo ha pasado tan rápidamente de la inteligencia a la madurez. No será una equivocación, espero.
-De ningún modo, señor -respondió el mensajero.
-Han llegado al conocimiento de la energía termonuclear, ¿no es cierto?
-Sí, señor.
-Bien, ese es el requisito -Naron soltó una risita-. Sus naves sondearán pronto el espacio y se pondrán en contacto con la Federación.
-En realidad, señor -dijo el mensajero con renuencia-, los observadores nos comunican que todavía no han penetrado en el espacio.
Naron se quedó atónito.
-¿Ni poco ni mucho? ¿No tienen siquiera una estación espacial?
-Todavía no, señor.
-Pero si poseen la energía termonuclear, ¿dónde realizan las pruebas y las explosiones?
-En su propio planeta, señor.
Naron se irguió en sus seis metros de estatura y tronó:
-¿En su propio planeta?
-Si, señor.
Con gesto pausado, Naron sacó la pluma y tachó con una raya la última anotación en el libro pequeño. Era un hecho sin precedentes; pero es que Naron era muy sabio y capaz de ver lo inevitable, como nadie, en la galaxia.
En su jardín de Atenas, Epicuro hablaba contra los miedos.
Contra el miedo a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso.
Es pura vanidad, decía, creer que los dioses se ocupan de nosotros. Desde su inmortalidad, desde su perfección, ellos no nos otorgan premios ni castigos. Los dioses no son terribles porque nosotros, efímeros, mal hechos, no merecemos nada más que su indiferencia.
Tampoco la muerte es terrible, decía. Mientras nosotros somos, ella no es; y cuando ella es, nosotros dejamos de ser.
¿Miedo al dolor? Es el miedo al dolor el que más duele, pero nada hay más placentero que el placer cuando el dolor se va.
¿Y el miedo al fracaso? ¿Qué fracaso? Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco, pero ¿qué gloria podría compararse al goce de charlar con los amigos en una tarde de sol? ¿Qué poder puede tanto como la necesidad que nos empuja a amar, a comer, a beber?
Hagamos dichosa, proponía Epicuro, la inevitable mortalidad de la vida...
Espejos: Una historia casi universal (Eduardo Galeano)
Steve Ray Vaughan nació en Texas y, aunque sus padres no se dedicaban a la música, eran grandes aficionados y llevaban a menudo al pequeño Stevie a conciertos y así nació su pasión. Cuando tenía 8 años le regalaron una guitarra y desde ese momento, aunque siempre quiso tocar la batería, se dedicó a convertirse en uno de los más grandes guitarristas de todos los tiempos.
Su estilo, influenciado por Ottis Rush, Albert King y Jimi Hendrix, entre otros, consiguió que el blues en los años 80 volviera a estar en lo más alto, lugar que había abandonado para dejar sitio a otros estilos.
Su primera banda se llamó The Blackbirds y con ella consiguió su primer concierto en un club de la zona y decidió dedicarse por completo a la música, abandonando incluso sus estudios secundarios. En 1974, en una casa de empeños, consiguió una muy desgastada Fender Stratocaster que se convertiría en su famosa Number One a la que modificó a su gusto para tocar más cómodo.
En 1978, junto al bajista Tommy Shannon y al batería Chris Layton, formó el que sería su último y definitivo grupo al que llamarían Double Trouble. Empezaron a hacer giras hasta que en 1979 consiguieron acudir al San Francisco Blues Festival.
En 1982 tocan en una fiesta privada de los Rolling Stones y el cénit de su carrera llegaría en julio de ese mismo año cuando tocaron en el Festival de Jazz de Montreux donde grabaron un disco en directo con el nombre de Stevie Ray Vaughan: Live at Montreux en el que se incluyeron esta actuación y una posterior en 1985. Se publicó en 2001 y está considerado como uno de los mejores discos de blues de la historia.
Esa actuación en Montreux le abrió las puertas de la gloria y a partir de ahí comenzó una carrera meteórica. En 1983 colabora con David Bowie en Let's dance y rechaza la propuesta de este para tocar en la gira de presentación del álbum para grabar el que sería el primer, y más exitoso disco de Double Trouble, Texas Flood.
La canción que ambienta hoy el blog forma parte de ese disco y es una de las más icónicas canciones del genio de Dallas.
El 27 de agosto de 1990 actuó junto a nada menos que Eric Clapton que lo había invitado a tocar con él. Steve aceptó la invitación y resultó una actuación memorable tras la cual, Clapton cedió a Steve su sitio en el helicóptero que debía llevarlos de vuelta. Minutos después de su despegue, la aeronave se estrellaba contra el suelo acabando con la vida de todos sus ocupantes. La música en general y el blues en particular perdían a uno de sus más insignes valedores y representantes.
Steve Ray Vaughan vivirá para siempre mientras alguien, en algún lugar, disfrute con su blues veteado de rock and roll y su rock mechado de blues.
¡Salud y a disfrutar de la música de SRV con orgullo y alegría!
Si todo va como tiene que ir, nunca. Es necesario no dejar de ser niño aunque peines canas. Tienes que seguir teniendo gracia, no ser nunca pedante, ser cariñoso, inteligente y hasta un poco poeta. Seas chico o chica, si te sigues divirtiendo y riendo y asombrándote con lo que ves en el mundo, aunque crezcas y te hagas alto, no dejarás de ser niño jamás. Y eso es muy bueno, digan lo que digan.
A veces me dicen que soy como una niña grande porque hablo un idioma que entiende toda la gente. Eso me da tranquilidad, aunque haya gente que se piense que soy tonta. Soy sencilla, pero no simple. Siempre he pensado que ser niña es algo positivo.
Podría demostrarle que mi hijo morirá de malaria y usted no me dejaría entrar en el país. Podría contarle cómo la sequía calcinó mis cultivos y usted no me dejaría entrar en su país. Podría enseñarle las cicatrices que me dejó el desierto y usted no me dejaría entrar en su país.
Podría explicarle que mi hija tendrá larga experiencia como esclava sexual
antes de su primera menstruación y usted pensará en su plan de pensión. Podría narrarle mi historia de ablación, explotación y prejuicio pero usted no escuchará ninguna palabra que me humanice.
Nunca compadecerá a quien no puede hacerle daño.
Usted quiere encerrarme en mi celda de fronteras por temor a que no sobre una migaja de su riqueza. Podría enseñarle el kalashnikov que me entregaron cuando cumplí siete años con el que maté a mi padre y a mi madre y a otros mil seres humanos. Podría llevarte al lugar donde yacen los cráneos de mi familia y mi pueblo junto al diamante y al cadmio.
Podría contarle cómo el recién nacido chupó de mi teta hasta que perdió todas las fuerzas y usted no me dejaría entrar en su país.
Podría decirle mi nombre y usted no me dejaría entrar en su país, ni me dejará nunca pronunciar las palabras, ninguna palabra, que me humanicen.