Alrededor de cien mil millones de
estrellas giran en el círculo de la Vía Láctea, y, hace mucho tiempo, otras razas
de los mundos pertenecientes a otros soles deben de haber alcanzado y superado el
estadio en el que ahora nos hallamos nosotros. Piensen en una tal civilización,
muy lejana en el tiempo, cuando la Creación era aún tibia, dueña de un universo
tan joven que la vida había surgido tan sólo en una infinitésima parte de mundos.
La soledad de aquel mundo es algo imposible de imaginar, la soledad de los
dioses que miran a través del infinito y no hallan a nadie con quien compartir sus
pensamientos.
Deben de haber explorado las galaxias
como nosotros exploramos los mundos. Por todos lados había mundos, pero estaban
vacíos, o a lo sumo poblados de cosas que se arrastraban y eran incapaces de pensar.
Así debía de ser nuestra Tierra, con el humo de los volcanes ofuscando aún el cielo,
cuando la primera nave de los pueblos del alba surgió de los abismos más allá de
Plutón. Rebasó los pla- netas exteriores apresados por el hielo, sabiendo que la
vida no podía formar parte de sus destinos. Alcanzó y se detuvo en los planetas
interiores, que se calentaban al fuego del Sol, esperando a que comenzara su historia.
Aquellos exploradores deben de haber
observado la Tierra, sobrevolando la estrecha franja entre los hielos y el fuego,
llegando a la conclusión de que aquél debía de ser el hijo predilecto del Sol. Allí,
en un remoto futuro, surgiría la inteligencia; pero ante ellos quedaban aún innumerables
estrellas, y nunca regresarían por aquel mismo camino.
Así pues, dejaron un centinela,
uno de los millones que deben de existir esparcidos por todo el universo, vigilando
los mundos en los cuales vibra la promesa de la vida. Era un faro que, a través
de todas las edades, señalaba pacientemente que aún nadie lo había descubierto.
Quizás ahora comprendan por qué la
pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no en la Tierra. A sus creadores
no les importaban las razas que luchaban aún por salir del salvajismo. Nuestra civilización
les podía interesar tan sólo si dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia,
lanzándonos al espacio y esca- pando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el
desafío que, antes o después, se plantea a todas las razas inteligentes. Es un desafío
doble, porque depende de la conquista de la energía atómica y de la decisiva elección
entre la vida y la muerte.
Una vez superado este punto crítico,
era tan sólo cuestión de tiempo que descu- briéramos la pirámide, y la forzásemos
para ver lo que había dentro. Ahora ya no emite ninguna señal, y aquellos encargados
de su escucha deben de haber vuelto su atención hacia la Tierra. Quizás acudan a
ayudar a nuestra civilización, aún en su infancia. Pero deben de ser viejos, muy
viejos, y a menudo los viejos son mor- bosamente celosos de los jóvenes.
Ahora ya no puedo mirar la Vía Láctea
sin preguntarme de cuál de esas nebulosas estelares están acudiendo los emisarios.
Si me permiten hacer una comparación bastante vulgar, hemos tirado del aparato de
alarma, y ahora no podemos hacer otra cosa más que esperar.
No creo que tengamos que esperar
mucho.
El centinela (1951, Arthur C. Clarke)
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