“Cuando
alguien acaba de venir de fuera, con el viento entre la ropa y el frío
en el rostro, querría esconder la cabeza debajo de las sábanas para no
pensar en el momento en que nos sea dado volver a oler el aire puro.
Pero como no me está permitido esconder la cabeza debajo de las sábanas,
sino que, al contrario, debo mantenerla firme y erguida, mis
pensamientos me vuelven a la cabeza una y otra vez, innumerables veces.
Créeme,
cuando llevas un año y medio encerrada, hay días en que ya no puedes
más. Entonces ya no cuentan la justicia ni la gratitud; los sentimientos
no se dejan ahuyentar. Montar en bicicleta, bailar, silbar, mirar el
mundo, sentirme joven, saber que soy libre, eso es lo que anhelo, y sin
embargo no puedo dejar que se me note, porque imagínate que todos
empezáramos a lamentarnos o pusiéramos caras largas… ¿Adónde iríamos a
parar? A veces me pongo a pensar: ¿no habrá nadie que pueda entenderme,
que pueda ver más allá de esa ingratitud, más allá del ser o no ser
judío, y ver en mí tan sólo a esa chica de catorce años, que tiene una
inmensa necesidad de divertirse un rato despreocupadamente? No lo sé, y
es algo de lo que no podría hablar con nadie, porque sé que me pondría a
llorar. El llanto es capaz de proporcionar alivio, pero tiene que haber
alguien con quien llorar.”
El diario de Ana Frank
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