«Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz
de los desesperados, escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une
ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes. (Al amanecer,
armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidas
ciudades.)
Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de los otros
por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi
poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre la confianza
en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso, he llegado hasta
aquí con mi poesía y mi bandera.
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los
trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esta
frase de Rimbaud: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la
espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.
«El
calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo
de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se
desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me
sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que
se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. De su
boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.
Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.
Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.
No
había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca,
deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir,
cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis
dedos para siempre.
Digo para siempre.
Tengo
memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino
sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su
nublazón. Fue lo último que vi.»
«¡Oh,
encantadora belleza orgánica que no se compone de pintura al óleo ni de piedra,
sino de materia viva y corruptible, llena del secreto febril y de la
podredumbre! ¡Mira la simetría maravillosa del edificio humano, los hombros y
las caderas y los senos floridos a ambos lados del pecho, y las costillas
alineadas por parejas y el ombligo en el centro, en la blandura del vientre, y
el sexo oscuro entre los muslos! Mira
los omóplatos, cómo se mueven bajo la piel sedosa de la espalda, y la columna
vertebral que desciende hacia la doble lujuria fresca de las nalgas, y las
grandes ramas de los vasos y de los nervios que pasan del tronco a las
extremidades por las axilas, y como la estructura de los brazos corresponde a la
de las piernas. ¡Oh, las dulces regiones de la juntura interior del codo y del tobillo, con su
abundancia de delicadezas orgánicas, bajo sus almohadillas de carne! ¡Qué
fiesta más inmensa al acariciar esos lugares deliciosos del cuerpo humano!
¡Fiesta para morir luego sin un solo lamento! ¡Sí, Dios mío, déjame sentir el
olor de la piel de tu rótula, bajo la cual la ingeniosa cápsula articular
segrega su aceite resbaladizo! ¡Déjame tocar devótamente con mi boca la
“arteria femoralis” que late en el fondo del muslo y que se divide, más abajo,
en las dos arterias de la tibia! ¡Déjame sentir la exhalación de tus poros y
palpar tu vello, imagen humana de agua y de albúmina, destinada a la anatomía
de la tumba, y déjame morir con mis labios pegados a los tuyos!»
“Caminar
es un peligro y respirar es una hazaña en las grandes ciudades del
mundo al revés. Quien no está preso de la necesidad, está preso del
miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen,
y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen. El
mundo al revés nos entrena para ver al prójimo como una amenaza y no
como una promesa, nos reduce a la soledad y nos consuela con drogas
químicas y con amigos cibernéticos. Estamos condenados a morirnos de
hambre, a morirnos de miedo o a morirnos de aburrimiento, si es que
alguna bala perdida no nos abrevia la existencia.”
"Patas arriba. La escuela del mundo alrevés" Eduardo Galeano
«El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin. Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una vieja botella, dejando al cristal su transparencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo translúcido, cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido o cual si el brazo de una mujer tendida debajo del horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se fundieron en un solo fluido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fue adquiriendo gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar ya no fue sino una sola extensión de oro. La luz golpeó sucesivamente los árboles del jardín iluminando una tras otra las hojas, que se tornaron transparentes. Un pájaro gorjeó muy alto; hubo una pausa: más abajo, otro pájaro repitió su gorjeo. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó, como la punta de un abanico, sobre una persiana blanca; el dedo del sol marcó sombras azules en el arbusto junto a la ventana del dormitorio. La persiana se estremeció dulcemente. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insustancial. Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías.»
«Toco
tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si
saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y
me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer
cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la
cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí
para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco
comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la
que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos
al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se
agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran,
respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente,
mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes,
jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume
viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo,
acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como
si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos
vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si
nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa
instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a
fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.»
«…Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno. O, mejor aún, no le des ninguno. Haz que olvide que existe una cosa llamada guerra.
Si el Gobierno es poco eficiente, excesivamente intelectual o aficionado a aumentar los impuestos, mejor es que sea todo eso que no que la gente se preocupe por ello. Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombre de las capitales de Estado, cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórralo de datos no combustibles, lánzales encima tantos “hechos” que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información.
Entonces tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian.
No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino, se encuentra la melancolía…»
Pasión Con estos mismos labios que ha de comer la tierra, te beso limpiamente los mínimos cabellos que hacen anillos de ébano, minúsculos y bellos, en tu cuello, lo mismo que el pinar en la sierra. Te muerdo con los dientes, te hiero en esta guerra de amor en que enloquezco. Sangras. Y pongo sellos a las heridas tibias con besos, besos... Ellos que han de quedar comidos, mordidos por la tierra. Tal ímpetu me come las entrañas, que sorbo tu carne palmo a palmo, cerco de llama el sexo, te devoro a caricias, y a besos, y a mordiscos. Ni la muerte, ni el ansia, ni el tiempo son estorbo. El abrazo es lo mismo si cóncavo o convexo, y yo soy un cordero que trisca en tus apriscos.
“Cuando
alguien acaba de venir de fuera, con el viento entre la ropa y el frío
en el rostro, querría esconder la cabeza debajo de las sábanas para no
pensar en el momento en que nos sea dado volver a oler el aire puro.
Pero como no me está permitido esconder la cabeza debajo de las sábanas,
sino que, al contrario, debo mantenerla firme y erguida, mis
pensamientos me vuelven a la cabeza una y otra vez, innumerables veces.
Créeme,
cuando llevas un año y medio encerrada, hay días en que ya no puedes
más. Entonces ya no cuentan la justicia ni la gratitud; los sentimientos
no se dejan ahuyentar. Montar en bicicleta, bailar, silbar, mirar el
mundo, sentirme joven, saber que soy libre, eso es lo que anhelo, y sin
embargo no puedo dejar que se me note, porque imagínate que todos
empezáramos a lamentarnos o pusiéramos caras largas… ¿Adónde iríamos a
parar? A veces me pongo a pensar: ¿no habrá nadie que pueda entenderme,
que pueda ver más allá de esa ingratitud, más allá del ser o no ser
judío, y ver en mí tan sólo a esa chica de catorce años, que tiene una
inmensa necesidad de divertirse un rato despreocupadamente? No lo sé, y
es algo de lo que no podría hablar con nadie, porque sé que me pondría a
llorar. El llanto es capaz de proporcionar alivio, pero tiene que haber
alguien con quien llorar.”
Al llegar el mes de Agosto empieza a ser tradición que un trocito de algún libro acompañe a la canción.
Un año ha sido el inicio, otro la parte final este año, sin embargo, es una parte, tal cual.
La canción la pongo entera, del libro, solo un fragmento, sin ninguna pretensión, tan solo entretenimiento.
Esperando que te agrade, que suene la melodía, que las palabras comiencen y que tengas un buen día.
Comandante Ternura
«Antes tenía amigos, me refiero a mucho antes, cuando era un niño. Ahora no
sabría decir si eran los mejores amigos del mundo, pero estaban siempre
alrededor. La primera gran pérdida de la vida adulta son los amigos.
Puede que consigas un amigo con quien hablar, pero no vuelves a dar con
uno que se deje abrazar. El período de tiempo que transcurre entre que
pierdes los abrazos de tus amigos y encuentras los abrazos de las
mujeres puede alargarse tanto que a veces parece eterno.»