Solsticio de invierno
En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable.
–Mi capitán –transmitió el cabo–. Aquí solo hay varios civiles refugiados, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
–Registradlo todo con cuidado.
–Mi capitán –transmitió otra vez el cabo–, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
–A ese me lo traéis bien sujeto.
–Mi capitán –añadió el cabo, con la voz alterada–, la mujer se ha puesto de parto.
–Bienvenido al infierno –murmuró el capitán, con lástima.
A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y montados por jinetes de raras vestiduras, y el capitán los observaba acercarse, indeciso
.
–Abrid fuego –ordenó al fin–. No quiero sorpresas.
José María Merino (A Coruña, 1941)
Las desgracias provocadas por la codicia y el egoismo del ser humano no paran, aunque sea Navidad.
Las luces que ponemos en las calles y las casas, en lugar de iluminar, nos ciegan y tapan aquello que no queremos ver.
En un día como hoy, dos luces brillan especialmente en mi pensamiento. La pequeña Claudia alcanza la mayoría de edad y un buen amigo celebraría hoy su cumpleaños.
A la pequeña Claudia la voy a llenar de besos y para tí, querido amigo, un abrazo eterno allá donde estés.
¡Feliz Navidad a todas las personas de bien!
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