Cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual sólo él tiene la llave e, ido el amigo, la gaveta queda para siempre cerrada. Alejarse de los amigos es así clausurar parte de nuestro ser. Yo habría sido diferente si hubiera continuado frecuentando a ciertos amigos de mi juventud. Pero las circunstancias nos separaron y continuamos viajando cada cual por su lado y por ello mismo mutilados. De ahí que a cierta edad sea difícil hacer nuevos amigos. Todas las facetas que ofrecía nuestra personalidad han sido ya copadas, ocupadas, selladas por las viejas alianzas. No hay superficie libre donde la nueva amistad pueda asirse. Salvo que el nuevo amigo se parezca extremadamente al anterior y se valga de esta semejanza para penetrar por efracción al recinto secreto de la primera amistad. Pero por más efecto que nazca siempre será el imitador, el falsario, el que no accederá jamás a la cámara más apreciada. Cámara irrisoria, seguramente, que no guarda a lo mejor más que un montículo de pedregullo, pero que los ojos del amigo, del primero, convertían en lo que él quería ver: lo irremplazable.
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