Parece que para que haya casa tiene que haber árbol, raíces, tronco, olor a tierra.
Han de brotar las ramas, desprenderse las hojas.
Ha de pasar el agua cerca.
Tiene que caer la lluvia, llevarse el polvo, secar el aire las hojas.
Para que haya casa ha de haber tiempo para ordenar
y espacio para el desorden.
Han de quedar siempre pequeños rincones por explorar, por ejemplo, aquellos lugares donde se guardan las palabras que aún no supimos decir.
Para que haya casa hemos de llevar muy adentro las casas que fueron los que ahora viven lejos.
Casa es también el lugar donde nos permitimos llorar y dejamos a las lágrimas alcanzar la tierra. Habitar cuerpo, árbol, tierra, madre. Soltar lluvia, aire, lágrimas, río. Construir sueños, monte, amor, versos.
No hay peor muerte que la de morir por alguien que no estaba dispuesto a dar su vida por ti. No hay peor muerte que la de morir por alguien que no estaba dispuesto a dar su vida por ti. Recogiste todas tus cosas, que también eran las mías, y sin lloros, arrepentimientos ni reproches, —«Este cepillo de dientes es mío», «Yo compré la colcha», «Debiste quererme más»—, le diste un portazo a la vida, a mí, que era tu vida, dejando encerrados en un cuartucho trece meses de un nosesabequé que solamente se vive una vez, como el exacto segundo anterior a palmarla, y decidiste que preferías morir sola en una ciudad sin ventanas a ningún crisantemo, en un funeral solitario donde sólo te velaba tu pasado conmigo. La mejor forma de enfrentarte al mundo es hacerlo sola. La mejor forma de enfrentarte a la soledad es la muerte. Aún me querías. No puedes alejarte del amor de tu vida moviendo el culo de esa forma. Pero tú eras así, sin coherencia, sin dos más dos es igual a cuatro. A cuatro patas la vida se veía mejor, pero tú eras así, inesperada como un infarto, imprevista como un embarazo, espontánea como una erección... Tú eras así. Yo me conformaba, el amor personalizado siempre es más caro que el de fábrica. El precio que pagué por amarte me dejó en bancarrota. No quiero rescates, que se joda Alemania. No quiero rescates, que se joda Alemania. No quiero rescates, que se joda Alemania. Cuentan que el mismísimo Jimi Hendrix fue capaz de matar a Dios en un solo de guitarra. Dime, ¿por qué no iba yo a estar dispuesto a morir por ti?
La palabra libro está muy cercana a la palabra libre; solo la letra final las distancia: la o de libro y la e de libre. No sé si ambos vocablos vienen del latín liber («libro»), pero lo cierto es que se complementan perfectamente; el libro es uno de los instrumentos creados por el hombre para hacernos libres.
Libres de la ignorancia y de la ignominia, libres también de los demonios, de los tiranos, de fiebres milenaristas y turbios legionarios, del oprobio, de la trivialidad, de la pequeñez. El libro afirma la libertad, muestra opciones y caminos distintos, establece la individualidad y al mismo tiempo fortalece a la sociedad y exalta la imaginación.
Ha habido libros malditos en toda la historia, libros que encarcelan la inteligencia, la congelan, y manchan a la humanidad, pero ellos quedan vencidos por otros, generosos y celebratorios a la vida, como el Quijote, Guerra y paz, las novelas de Galdós, todo Dickens, todo Chéjov, todo Shakespeare, La montaña mágica, el Ulises, los poemas de Whitman y los de Rubén Darío, Leopardi, López Velarde, Rilke, Pablo Neruda, Octavio Paz, Antonio Machado, Luis Cernuda, Gil de Biedma y tantísimos más que derrotan a los otros.
Si el hombre no hubiese creado la escritura no habríamos salido de las cavernas. A través del libro conocemos todo lo que está en nuestro pasado. Es la fotografía y también la radiografía de los usos y costumbres de todas las distintas civilizaciones y sus movimientos. Por los libros hemos conocido el pensamiento chino, griego, árabe, el de todos los siglos y todas las naciones. En fin, el libro es para nosotros un camino de salvación. Una sociedad que no lee es una sociedad sorda, ciega y muda.
Fragmento del discurso del escritor Sergio Pitol (Premio Cervantes 2005) en la inauguración de la biblioteca del Instituto Cervantes de Sofía (Bulgaria)
Cuando yo era muy niña
las viejas se peinaban como diosas.
Me gustaba acercarme y contemplar
el sencillo ritual de cada día:
las viejas, sentadas a la puerta,
esperaban tranquilas a sus hijas
que llegaban alegres, bulliciosas,
a deshacer el moño del día anterior.
Con la mirada absorta de la infancia,
observaba caer los escasos cabellos
sobre los hombros secos y la espalda abatida.
Las viejas elevaban hacia el cielo su rostro
con los ojos cerrados
y no podía yo quitar mis ojos
de la piel transparente de sus sienes,
de la azulada red de duras venas,
de los largos mechones apagados.
Así avanzaba otro día,
se tejían las trenzas con esmero,
se trataban asuntos de mujeres,
a veces susurrados,
a veces relatados con viveza,
mientras peinas y horquillas
flotaban en la blanca palangana.
Cuando yo era muy niña
las viejas iban siempre de negro
y vivían
cara al sol en silencio y con los ojos cerrados,
y se peinaban
como si fueran diosas.
Pero aquel elegante recogido que tanto me gustaba
acababa cubierto por un pañuelo negro,
un día más, oculto.
un día más, perfecto.
Qué es la vida si, llenos de cautela, no tenemos tiempo de pararnos y contemplar. Ni tiempo para permanecer bajo las ramas y contemplar tan largamente como ovejas y vacas. Ni tiempo para ver entre la hierba, cuando atravesamos bosques, dónde las ardillas esconden sus nueces . ni tiempo para ver, a la amplia luz del día, arroyos llenos de estrellas, como cielos nocturnos. Ni tiempo para volvernos a cruzar nuestra mirada con la belleza y ver sus pies y el modo en que bailan. Ni tiempo para esperar a que su boca pueda engrandecer la sonrisa que su ojos empezaran. Pobre esta vida si, llenos de cautela, no tenemos tiempo de pararnos y contemplar.
Cuando Stephen Hawking cumplió 75 años grabó un mensaje para la humanidad que, ciertamente, sonaba a despedida. Un año después, el 14 de marzo de 2018, nos dejaba para siempre y la Universidad de Cambridge le preparó un video de homenaje donde incluyó las palabras que el gran científico y pensador había grabado un año antes.
«¿Pueden escucharme? Han sido tiempos gloriosos para estar vivo haciendo investigación en física teórica. Nuestra imagen del universo ha cambiado mucho en los últimos 50 años y estoy feliz de haber hecho una pequeña contribución. El hecho de que nosotros los humanos, que somos simples conjuntos de partículas fundamentales de la naturaleza, hayamos podido acércanos tanto a la comprensión de las leyes que gobiernan nuestro universo es un gran logro. Quiero compartir mi emoción y entusiasmo sobre esta búsqueda. Recuerden mirar hacia las estrellas y no hacia sus pies. Traten de buscarle el sentido a lo que ven y cuestiónense sobre lo que hace que el universo exista. Sean curiosos. Y sin importar lo difícil que parezca la vida, siempre hay algo que puedas hacer y triunfar en ello. Lo único que importa es que no te des por vencido. Gracias por escucharme»
...Una penumbra azulada lo cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos poblados con figuras de ángeles y criaturas fabulosas. Seguimos al guardián a través de aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto.
Él me sonrió, guiñándome el ojo.
—Daniel, bienvenido al Cementerio de los Libros Olvidados.
Salpicando los pasillos y plataformas de la biblioteca se perfilaban una docena de figuras. Algunas de ellas se volvieron a saludar desde lejos, y reconocí los rostros de diversos colegas de mi padre en el gremio de libreros de viejo. A mis ojos de diez años, aquellos individuos aparecían como una cofradía secreta de alquimistas conspirando a espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada, me habló con esa voz leve de las promesas y las confidencias.
—Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario.
Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí.
Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar este secreto?
Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada. Asentí y mi padre sonrió.
—¿Y sabes lo mejor? —preguntó.
Negué en silencio.
—La costumbre es que la primera vez que alguien visita este lugar tiene que escoger un libro, el que prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca desaparezca, de que siempre permanezca vivo. Es una promesa muy importante. De por vida —explicó mi padre—. Hoy es tu turno.
Fragmento de "La sombra del viento" de Carlos Ruiz Zafón