Eventualmente se descubrió que Dios no quería que fuéramos todos iguales. Esta era una mala noticia para los gobiernos del mundo, porque parecía contraria a la doctrina de Raciones Reguladas en Porciones.
La Humanidad tenía que hacerse más uniforme si se quería que el futuro funcionase.
Se buscaron diversas maneras
de unirnos a todos, pero, ay, la igualdad no se podía forzar.
Fue por esta época que alguien vino con la idea de la criminalización total,
basada en el principio de que si fuéramos todos maleantes podríamos al fin ser uniformes hasta cierto grado ante los ojos de la ley.
Astutamente nuestros legisladores calcularon que la mayoría de la gente sería demasiado vaga para cometer un verdadero crimen, así que se fabricaron nuevas leyes, haciendo posible a cualquiera violarlas en cualquier momento del día o de la noche y una vez que todos hubiéramos roto algún tipo de ley, estaríamos todos en el mismo club feliz, junto con el presidente, los industriales más elevados, y los peces gordos del clero de todas vuestras religiones favoritas.
La criminalización total fue la mayor idea de su tiempo, y fue vastamente popular, excepto para aquellas personas que no querían ser maleantes o estar fuera de la ley,
así que, por supuesto, había que forzarles a entrar en el juego... lo cual es una de las razones por las que la música fue finalmente declarada ilegal.
Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me
gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la
atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal
preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala
de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de
su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante
siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que
aprisionaba una de sus patas.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos
centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un
animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la
estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente.
¿Qué lo sujeta entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté
entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó
que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: «Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?».
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente.
Con el tiempo, olvidé el misterio del
elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían
hecho esa pregunta alguna vez.
Hace algunos años, descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio
como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era
muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de
que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus
esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él.
Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro...
Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a
su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no
puede.
Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza...
Todos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de
estacas que nos restan libertad. Vivimos pensando que «no podemos» hacer montones de
cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no
lo conseguimos. Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria
este mensaje: No puedo, no puedo y nunca podré.
Hemos crecido llevando ese mensaje que nos impusimos a nosostros mismos y por eso nunca
más volvimos a intentar liberarnos de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la
estaca y pensamos:
No puedo y nunca podré.
En 1964, P.F. Sloan compuso la canción que suena en la entrada de hoy. Fué grabada por varios artistas, entre ellos The Turtles y fué rechazada por The Birds, hasta que en el año 1965, nuestro invitado de hoy la grabó y la incluyó en el disco del mismo nombre.
La canción tuvo mucho éxito pues su letra apoya la idea que, en aquellos años en EEUU, tenía la opinión pública de rechazo a la participación de USA en la guerra de Vietnam.
Por aquella época existía un miedo creciente a otra guerra mundial dado el clima de enfrentamiento que se vivía entre Asia y Occidente, dando lugar a protestas y a un movimiento de rebeldía en la juventud mundial en contra de las guerras y de su obligatoria participación en ellas. En plena época hippy se convirtió en todo un himno.
El nombre del tema procede de los cargamentos de armas que se enviaban a Vietnam (los americanos y sus rimbombantes nombrecitos).
La guerra de Vietnam fué otro atropello más de los cometidos por los Estados Unidos a lo largo de toda su historia en nombre de la libertad (su concepto de libertad) y de la salvaguarda del modo de vida occidental y la democracia (su idea de modo de vida y de democracia).
Los sacrificados en esas guerras en nombre de esas libertades y esas democracias, desgraciadamente son siempre los mismos. Ya lo dejaba muy claro Jean Paul Sartre cuando afirmaba que "Cuando los ricos hacen la guerra, son los pobres los que mueren".
Hay una frase de la letra de la canción que creo que contibuyó a que fuera asumida como un himno por la juventud de la época: "Tienes la edad suficiente para matar pero no para votar. Si no crees en la guerra, ¿qué es ese arma que llevas en la mano?"
¡Salud, mueran las guerras y vivan las palabras y la música!
En 1970, el exbeatle George Harrison, publicó su primer disco en solitario tras la separación del cuarteto de Liverpool. Se tituló "All things must pass".
La mayoría de las composiciones que incluía habían sido compuestas por Harrison durante su última etapa como integrante de The Beatles. El disco cosechó un gran éxito tanto en ventas como entre la crítica musical de la época.
La canción que suena en la entrada de hoy trata un tema recurrente en la historia del hombre, que ha constituido una de las mayores preocupaciones del ser humano desde sus orígenes, la religión y la creencia en un ser superior, se llame como se llame, que controla nuestras vidas y marca nuestros destinos.
El tema está dedicada al dios hindú Krishna, aunque podría aplicarse a cualquier deidad de cualquier religión pues la letra contiene expresiones comunes en las religiones cristiana y judía además, por supuesto, de mantras usados en los ritos hindús.
En esa época, George estaba muy influenciado por la doctrina hindú de la que era un fiel seguidor desde hacía tiempo.
Ese mensaje espiritual, tal vez ayudó a su éxito en una sociedad en la que, en aquellos años, todo giraba alrededor de la búsqueda de la paz mundial y el mensaje de paz y amor había calado en nuestra civilización.
Acerca del tema de los dioses y las creencias del hombre, voy a transcribir un diálogo entre Dios y el hombre que encontré un día de casualidad y que me parece curioso y que pone de manifiesto la peculiar relación entre los hombres y sus dioses.
Lamento no poder citar ni el autor ni su origen pues los desconozco.
Hombre: ¿Dios? ¿Puedo preguntarte algo?
Dios: ¡Por supuesto!
Hombre: ¿Qué es para ti un millón de años?
Dios: Un segundo
Hombre: ¿Y un millón de euros?
Dios: Un céntimo
Hombre: Dios .... ¿podrías darme un céntimo?
Dios: Espera un segundo.
¡Salud, que disfrutéis la canción y huid de conflictos con vuestros dioses, sean los que sean!
Aquel temblor del muslo y el diminuto encaje rozado por la yema de los dedos, son el mejor recuerdo de unos días conocidos sin prisa, sin hacerse notar,
igual que amigos tímidos.
Fue la tarde anterior a la tormenta, con truenos en el cielo. Tú apareciste en el jardín, secreta, vestida de otro tiempo, con una extravagante manera de quererme, jugando a ser el viento de un armario, la luz en seda negra y medias de cristal, tan abrazadas a tus muslos con fuerza, con esa oscura fuerza que tuvieron sus dueños en la vida.
Bajo el color confuso de las flores salvajes, inesperadamente me ofrecías tu memoria de labios entreabiertos, unas ropas difíciles, y el rayo apenas vislumbrado de la carne, como fuego lunático, como llama de almendro donde puse la mano sin dudarlo. Por el jardín, el ruido de los últimos pájaros, de las primeras gotas en los árboles.
Aquel temblor del muslo y el diminuto encaje, de vello traspasado, su resistencia elástica vencida con el paso de los años, vuelven a ser verdad, oleaje en el tacto, arena humedecida entre las manos, cuando otra vez, aquí, de pensamiento, me abandono en la dura solución de tus ingles y dejo de escribir para llamarte.