El día que murió Elvis
El día que murió Elvis yo había quedado
con ella en los relojes de La Concha. Venía de atravesar Francia, desde
Le Havre, en donde me había dejado el barco que me traía de vuelta a
casa desde Irlanda. Primero a dedo y luego en tren, después de una mala
experiencia con un camionero. Me sentía joven, vivo, enrollado, con mi
melena rizada, mi mochila de armazón de hierro, como las que llevaban
los turistas americanos entonces. Retrasé todo lo que pude la llegada al
piso familiar, caminando por una San Sebastián que reconocía esquina a
esquina, tan solo de los veranos, todos los de la infancia, y el último
antes de la adolescencia, ese en que no pude aguantar más mi amor por
ella y se lo declaré por carta al volver a Madrid. Cuatro años habían
pasado desde entonces. Cuatro años en los que ella se convirtió en la
primera obsesión del adolescente al que pronto secuestraría el flautista
del rock. Cuatro años en los que besé otros labios distintos a los
soñados, atendiendo a todo lo nuevo, contemplando a veces sin crédito al
ser que me miraba desde el espejo. Amigos, música, tus propias
canciones, el viaje, Irlanda mística y unos estudios que aún tardaría en
abandonar para abrazar los que luego me auparían en la vida. En ese
momento llegué a San Sebastián, busqué su teléfono en la guía y la
llamé. Ella me había rechazado por carta, “un arranque de amor, se te
pasará”, como en las novelas que había leído o leería. Seguí adelante,
sí, pero no la olvidé. En ese verano de 1977, con 18 años, melena y
mochila, llegué a casa de mis padres, el piso familiar enfrente del
Londres, al mismo salón en que cuatro años antes había sentido la
llamada de la música nueva, el rock a través de un disco de Jethro Tull,
Living in the Past, que un hermano mío había grabado en un cassette. La
nostalgia del tema principal envolvió la carta que le escribí al final
del verano. Y ahora, cuatro años después, mis padres aparecían más
mayores, cansados, contentos de verme, aunque no muy felices por el pelo
largo, confiando en que mi viaje a Irlanda hubiera aplacado mis
tormentas para dejar los estudios. Miré por la ventana, vi la luz de
mediodía reflejándose en la fachada blanca del Londres y comprendí que
aquel flautista me había arrancado de ellos. Con tantos hermanos, tantos
veranos, tantas infancias, luego adolescencias, y ahora estaban solos,
en la incertidumbre de los nuevos tiempos de España. Me voy, he quedado.
Nunca fui tan puntual. En los relojes de la Concha, nada menos.
Apareció con su caminar lento y sólido, como la recordaba de niña. No
estaba cómoda. Yo me sentía más suelto. Había recorrido adolescencia
desde aquella carta. Mi melena lo probaba. Qué quieres que hablemos.
Solo quería verte, pasaba por San Sebastián. Hace cuatro años que no
vengo por aquí. Tengo un grupo de música, no me gusta lo que estudio,
alguna vez me he emborrachado. Pues yo no entiendo a la gente que se
emborracha porque sí.
En seguida caí. Cuando dos caminos se
separan, incluso sin haber llegado a estar juntos más que en ilusión, es
la vida lo que sigue. Ella templó algo su conversación, yo había
viajado desde que le escribí aquella carta. Al llegar de vuelta a casa,
mis padres me dijeron que acababan de anunciar por la tele que Elvis
Presley había muerto en su mansión de Estados Unidos. Yo me sentía
recién nacido.
Carlos Herrán
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