"Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral de turno. Me receto tiempo, abstinencia, soledad.
¿Te parece bien que te quiera nada más una semana? No es mucho, ni es poco, es bastante. En una semana se puede reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado. Y también el silencio. Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.
Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo: «qué calor hace», «dame agua», «¿sabes manejar?», «se hizo de noche»... Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho «ya es tarde», y tú sabías que decía «te quiero»).
Una semana más para reunir todo el amor del tiempo. Para dártelo. Para que hagas con él lo que quieras: guardarlo, acariciarlo, tirarlo a la basura. No sirve, es cierto. Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón".
Ella era toda la poesía que se escribía en Madrid. El verso más bonito de Gran Vía. La boca más hermosa de Malasaña. Los ojos más tímidos de los cines de Callao.
La cabeza más heavy que había pasado por Argüelles.
La cintura más bonita que veías por el metro. Las piernas más largas de la Plaza Mayor. La falda más corta de Montera. La musa que aun seguía inspirando a la estatua de Bécquer. El rayo de sol más brillante de una tarde de domingo en el Retiro. La reliquia más bonita del rastro. La que podía domar los leones de Cibeles. La quinta torre de Madrid. El palacio más Real de todo mi reino. Madrid es ella, y yo, solo una de sus calles.
Ella es el monumento que fotografía Atocha. La que se manifiesta frente al Congreso. La decimotercera uva de la Puerta del Sol. El cabello más hermoso de Salamanca. A la que todos los hindúes regalan rosas y cervezas en La Latina. Los labios más rojos del Calderón. La más loca de toda Chueca. La de la carpeta rosa del Campus de la Complutense. El paseo más largo a través de toda Castellana. El culo más bonito del Retiro. El corazón más salvaje del Bernabéu. El musical más visitado de Gran Vía. El teatro con menos aforo de la capital. La mejor obra de arte del Prado. La que envuelve en flores a los toros en las Ventas. Ella es la única estrella que brilla en Madrid. Ella es Madrid.
La que baila como una loca en la pista de cualquier garito de Huertas. La chica de Tirso, y la lady Madrid de Pereza. A la que no hace falta escribirle, porque es pura poesía. La que es capaz de enderezar las Torres Kio. El cubo más helado de cerveza de la Sureña de Gran Vía. La nariz más roja de Casa de Campo. Los acordes de jazz más hermosos del Café Central. La niña que ríe como nadie en Cortylandia. Los copos de nieve que los tejados echan de menos. La única diosa de todas las catedrales. A la que cantan en Libertad 8. El único monumento del Templo de Debod. La palabra más bonita del barrio de las letras. La única movida que existió en Madrid. Ella, ella… ella es Madrid
«Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí solo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta.
Y tú en verdad la atravesarás, claro está. La violenta tormenta de arena. La tormenta de arena metafísica y simbólica. Pero por más metafísica y simbólica que sea, te rasgará cruelmente la carne como si de mil cuchillos se tratase. Muchas personas has derramado allí su sangre y tú, asimismo, derramarás allí la tuya. Sangre caliente y roja. Y esa sangre se verterá en tus manos. Tu sangre y, también, la sangre de los demás.
Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No!. Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena.»
Haruki Murakami (Kafka en la orilla)
«Sólo en las circunstancias más aciagas de la vida sale a relucir sin disimulo el carácter de una persona. Sólo en tiempos de sufrimiento y privaciones se demuestra qué nos pertenece realmente, qué nos sigue siendo fiel y no puede sernos arrebatado»
Imagina un caballo. Un caballo muy blanco desbocado en la noche. Pero no en los lugares ni contextos comunes, sino sobre el asfalto de las céntricas calles de una ciudad cualquiera. Una ciudad de tantas, con luces de neón y gente que camina, donde jamás ocurre nada extraño, nada tan asombroso ni tan inexplicable como nuestro caballo imaginario.
Imagina un caballo. Un caballo muy blanco desbocado en la noche.
Imagina a la gente que se aparta a su paso, y grita sorprendida, cautivada por la visión anómala y sublime. Y después argumentan, se emocionan, discrepan y no saben ponerse de acuerdo en lo que han visto, y no saben ponerse de acuerdo en lo que otros les han dicho que han visto. Y la noticia vuela, de boca en boca, insólita.
Imagina un caballo. Un caballo muy blanco desbocado en la noche. Algunos lo señalan como a un ser de otro mundo, pero el caballo solo es un caballo. Es fuerte. Corre y bufa. Y no lleva montura ni riendas, solo crines y músculos y ojos. Y relincha. Y sus cascos avanzan resonando en lo muerto del cemento, en lo ajeno de esta ciudad que nunca vio un caballo corriendo por sus calles, tan libre, tan sin hombre, tan desnudo; esta ciudad absorta, concebida para el orden cabal de peatones y coches, jamás para caballos desbocados.
Imagina un caballo. Imagina las formas de un caballo que escapa, nadie sabe de dónde ni hacia dónde, nadie sabe por qué. Todos ignoran. Quisieran detenerlo en su carrera y alcanzar a montarlo, sucumbir un instante para siempre a su fuga solitaria y heroica. Pero nadie se atreve. Hay que ser, para hacerlo, solitario y heroico.
Imagina un caballo desbocado en la noche. Un caballo que corre como corre el delirio, como cruza el deseo. Y piensa en la ciudad, al día siguiente, recordando la escena singular del caballo. Y piensa en la ciudad, al día siguiente, consternada y eufórica, inventando un idioma para hablar del caballo.
Así es un buen poema: belleza desbocada donde nadie la espera.
Un día como hoy de 1991, Eric Clapton sufría una de las mayores tragedías que puede sufrir un ser humano. Su hijo Connor, de 4 años, caía accidentalmente por la ventana de su casa y moría en el acto.
Eric había estado casado con Pattie Boyd (exmujer de su amigo George Harrison) y debido a las infidelidades y al hecho de que no pudieran tener hijos, Slowhand había caido en una gran depresión y se había sumergido en el mundo del alcohol y las drogas de forma que llevaba mucho tiempo sin grabar ni dar conciertos, había dejado la música al margen de su vida.
El propio Clapton dijo posteriormente que las drogas y el alcohol eran lo único que le importaba, hasta el punto de que si no se había suicidado era porque entonces no podría haber seguido bebiendo y drogándose.
Su relación con Pattie se rompió y al final fué ingresado por su mánager en un centro de rehabilitación y tras un proceso largo y tortuoso consiguió salir de la niebla de la desesperación y empezó a asomar de nuevo al mundo y a la música.
Conoció a la modelo italiana Lori del Santo, con la que comenzó una relación y en 1986 nació su tan deseado hijo Connor.
En esos años de normalidad Eric diría: “Durante esos años de sobriedad pasé mis mejores momentos. Pero no tenía idea de cómo empezar a ser padre. Era como un niño cuidando a otro niño”.
Tras la tragedia que le arrebató a Connor, y contrariamente a lo que pudíeramos imaginar ante la magnitud del suceso, Clapton se mantuvo sobrio como homenaje a ese niño tan deseado y que había perdido prematuramente.
Para recordar a su hijo escribió esta maravilla que suena hoy en el blog y que durante un tiempo le sirvió como terapia personal, la tocaba cuando estaba solo para recordar a su hijo, hasta que un día de 1992, una amiga la escuchó, le encantó y le pidió permiso para incluirla en la banda sonora de "Rush", una película de policías antidrogas que acaban cayendo en la adicción.
El resto ya es historia y "Tears in heaven" terminó siendo la primera canción de Clapton que alcanzó el número uno de las listas y en 1993 le catapultó al lugar más alto de su carrera con 3 Grammys.
Podemos decir que "Tears in heaven" es la canción que salvó a Clapton, le sacó de la oscuridad de la depresión y las drogas y le lanzó de nuevo al mundo.
En un día como hoy, en el que la mayoría permanecemos encerrados en nuestras casas y otros muchos siguen al pie del cañón para salir de esta terrible situación sería bueno pensar que, a pesar de esta incertidumbre, hay gente que está mucho peor que nosotros y que si seguimos juntos y en la lucha llegará la primavera también a nuestras vidas.
¡Salud y que disfrutéis de la música de "Mano Lenta" como vacuna contra el virus y la melancolía!
Se llevan las distopías, esas representaciones de un futuro alienado y hostil que invitan a mirar el presente como un eslabón doloroso entre un pasado ficticio pleno de felicidad y el porvenir fatal. Esa reinvención de lo vivido, que se filtra en las formas narrativas, invade también la esfera política, donde la nostalgia se ha convertido en un reclamo para el voto de los infelices. Parecen decirle a la gente: nosotros hemos fabricado la máquina del tiempo y te vamos a devolver al lugar que te mereces. Y no, la madurez consiste ni más ni menos en la aceptación del tiempo que te toca vivir. Por eso la distopía solo es interesante si se maneja como un juego de espejos con la realidad, a favor de la decencia y en contra de ese mirar para otro lado en el que nos hemos dejado arrastrar. Es decir, aceptar que toda ciencia ficción, todo relato histórico, toda pieza de época, de lo que habla es del presente en el que fue llevado a cabo.
Imaginen que el contagio del coronavirus se extiende por Europa de manera incontrolada mientras que en el continente africano, por las condiciones climáticas, no tiene incidencia. Aterradas, las familias europeas escaparían de la enfermedad de manera histérica, camino de la frontera africana. Tratarían de cruzar el mar por el Estrecho, se lanzarían en embarcaciones precarias desde las islas griegas y la costa turca. Perseguidos por la sombra de una nueva peste mortal tratarían de ponerse a salvo, urgidos por la necesidad. Pero al llegar a la costa africana, las mismas vallas que ellos levantaron, los mismos controles violentos y las fronteras más inexpugnables invertirían el poder de freno. Las fuerzas del orden norteafricanas dispararían contra los occidentales sin piedad, les gritarían: vete a tu casa, déjanos en paz, no queremos tu enfermedad, tu miseria, tu necesidad. Si los guionistas quisieran extremar la crueldad, permitirían que algunos europeos, guiados por las mafias extorsionadoras, alcanzaran destinos africanos, y allí los encerrarían en cuarentenas inhóspitas, donde serían despojados de sus pertenencias, de sus afectos, de su dignidad.
A esto se le llama la tragedia revertida y consiste sencillamente en tratar de ponerte en los zapatos del otro, del que sufre, del que huye, de los que no tienen nada porque las guerras y la miseria les han arrebatado el suelo donde crecieron. Todo el mundo sabe que la crisis sanitaria europea no tiene relación directa con el drama migratorio, y sin embargo, el estado de ánimo de los europeos sí relaciona ambas cosas. Por ello, toleramos la mano dura y la degradación de los valores humanos en la crisis de refugiados de la frontera greco-turca. La privatización del control migratorio, consumada con la entrega de millones de euros para que Turquía ejerza de muro previo, se ha vuelto en nuestra contra. Somos rehenes de una mafia que nos pide más dinero y nos chantajea con enviarnos las masas hambrientas en plena crisis de contención y autocontrol de movimientos. De la misma manera, mientras se lucha de manera esforzada y coherente desde los servicios públicos de salud por frenar el contagio, la privatización de hospitales, laboratorios e higiene sanitaria evidencia el error de bulto en nuestros cálculos sobre lo que significa el concepto de salud pública. Por ahora, en vez de comprender la verdad de nuestros errores, empujamos la basura bajo la alfombra.
David Trueba (Columna publicada en El Pais 9/03/2020)
El hambre desayuna miedo.
El miedo al silencio que aturde las calles.
El miedo amenaza.
Si usted ama tendrá sida.
Si fuma tendrá cáncer.
Si respira tendrá contaminación.
Si bebe tendrá accidentes.
Si come tendrá colesterol.
Si habla tendrá desempleo.
Si camina tendrá violencia.
Si piensa tendrá angustia.
Si duda tendrá locura.
Si siente tendrá soledad.
Eduardo Galeano
Nos asustan, nos meten el miedo en el cuerpo, para tenernos controlados. Siempre tenemos sobre nuestras cabezas, como una espada de Damocles, un martillo que caerá sobre nosotros y nos aplastará el cráneo si no seguimos la ruta marcada para que todo se desarrolle según lo previsto y continuemos sumisos y en silencio para que el sistema siga retroalimentándose con la injusticia y nuestro miedo.
No, no es la solución tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoy ni apurar el arsénico de Madame Bovary ni aguardar en los páramos de Ávila la visita del ángel con venablo antes de liarse el manto a la cabeza y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando las vigas de la celda de castigo como lo hizo Sor Juana. No es la solución escribir, mientras llegan las visitas, en la sala de estar de la familia Austen ni encerrarse en el ático de alguna residencia de la Nueva Inglaterra y soñar, con la Biblia de los Dickinson, debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo que no se llame Safo ni Mesalina ni María Egipciaca ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Si nada sobra, nada falta: hay comida, tienes un lecho, ropa limpia, cuadernos de dibujo, libros, juguetes. Por un azar incomprensible te tocó en suerte nacer del otro lado de la muralla, en los márgenes.
Pero de cualquier modo no te baña la lluvia,no sufres hambre, cuando te enfermas hay un médico; eres querido y te esperaron en el mundo. Son muchos los privilegios que te cercan y das por descontados. Sería imposible pensar que otros no los tienen. Y un día te sale al paso la miseria. La observas y no puedes creer que existan niños sin pan, sin ropa, sin cuadernos, sin padre. Te vuelves y preguntas por qué hay pobres. Descubres que está mal hecho el mundo.
No volverá jamás el mar de los antiguos a rebañar las costas creadas por sus olas. Un año de ancho, una vida de largo, se sumió en la honda bocanada del fondo.
Con él las bandas de Erik el Violento y la pacífica vela de otro ladrón, fenicio, doblaron para siempre ese horizonte blando y abajo el precipicio que los tragó a todos como se cierra un libro.
Ni el ceñudo pirata que un día fue estatura y bronceado y sombra, ni el traficante sofocado bajo tricornio y títulos, tuvieron el poder de detener aquellas otras olas que se llaman horas; menos el múltiple ahogado, ése sin nombre, puede asomar la cabeza ahora para su intrépido persistir bajo la luna, a solas. Ah mar de Eneas y de Ulises que no eras éste y eras la cuna del delfín y las especias y el camino del oro y siempre, lo Otro. Qué portugueses y españoles eran cuando eran los que eran en el mar. ¡Y el junco de esa otra historia, la ignorada, que salía a él bajando de los ríos como una rama armada de astrolabio, con hombres amarillos bajo la tensa seda guardando sus secretos, sus caminos y sus signos! Veo entre peces voladores cabalgar la trirreme del romano y al bajel del griego salir de la zozobra; todas esas ambiciones que iban tras las Hespérides encalladas en el arrecife del Minuto. Y la Sirena, el paganismo de a bordo recubierto de escamas y colocado fuera, y el oficial Leviatán del Viejo Testamento condensados en la ballena blanca que surcó todavía, en mil ochocientos y tantos, el querido inolvidable mar de los antiguos.