Trazo solo, en mi cubículo de ingeniero, el plano, firmo el proyecto, aquí aislado, remoto hasta de quien soy.
Al lado, acompañamiento banalmente siniestro
el tic-tac que estalla de las máquinas de escribir. ¡Qué náusea de vida! ¡Qué abyección esta regularidad! ¡Qué sueño este ser así!
Hace tiempo, cuando fui otro, hubo castillos y caballeros (Ilustraciones, tal vez, de cualquier libro de infancia), hace tiempo, cuando fui fiel a mi sueño, hubo grandes paisajes del Norte, explícitos de nieve, hubo grandes palmerales del Sur, opulentos de verdes.
Hace tiempo.
Al lado, acompañamiento banalmente siniestro, el tic-tac que estalla de las máquinas de escribir.
Todos tenemos dos vidas: La verdadera, que es la que soñamos en la infancia, y que continuamos soñando, adultos en un sustrato de niebla; y la falsa, que es la que vivimos en convivencia con otros, que es la práctica, la útil, aquella en la que terminan por meternos en una gran caja.
En la otra no hay féretros ni muertes, solo hay ilustraciones de infancia: Grandes libros coloreados, para ver y no leer; grandes páginas de colores para recordar más tarde. En la otra somos nosotros, en la otra vivimos; en ésta morimos, que es lo que quiere decir vivir; en este momento, por la náusea, vivo en la otra…
Pero al lado, como acompañamiento banalmente siniestro, alza la voz el tic-tac que estalla de las máquinas de escribir.
Álvaro de Campos, 1933 Heterónimo de Fernando Pessoa
¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo? -¿Qué haría? ¿Lo dices en serio? -Sí, en serio. -No sé. No lo he pensado. El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y limpio olor a café tostado. -Bueno, será mejor que empieces a pensarlo. -¡No lo dirás en serio! El hombre asintió. -¿Una guerra?
El hombre sacudió la cabeza. -¿No la bomba atómica, o la bomba de hidrógeno? -No. -¿Una guerra bacteriológica? -Nada de eso -dijo el hombre, revolviendo suavemente el café-. Solo, digamos, un libro que se cierra. -Me parece que no entiendo. -No. Y yo tampoco, realmente. Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún miedo, y solo una cierta paz -miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara-. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro noches. -¿Qué? -Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo ya sabía qué sueño era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara. -¿Era el mismo sueño? -Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos nada. Nos pusimos a caminar, simplemente cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos clavados en los escritorios o que se observaban las manos o que miraban la calle. Hablé con algunos. Stan hizo lo mismo. -¿Y todos habían soñado? -Todos. El mismo sueño, exactamente. -¿Crees que será cierto? -Sí, nunca estuve más seguro. -¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir. -Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas. Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose a los ojos. -¿Merecemos esto? -preguntó la mujer. -No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué? -Creo tener una razón. -¿La que tenían todos en la oficina? La mujer asintió. -No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo mismo. Pensé que era solo una coincidencia -la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde-. Los periódicos no dicen nada. -Todo el mundo lo sabe. No es necesario -el hombre se reclinó en su silla mirándola-. ¿Tienes miedo? -No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no. -¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla? -No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras vidas, no podía pasar otra cosa. -No hemos sido tan malos, ¿no es cierto? -No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables. En el vestíbulo las niñas se reían. -Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles. -Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas. -¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes tres. No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo? -No se puede hacer otra cosa. -Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche. -Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.
-Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como siempre. -En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso… como siempre.
El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café. -¿Por qué crees que será esta noche? -Porque sí. -¿Por qué no alguna otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez? -Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin. -Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y que nunca llegarán a tierra. -Eso también lo explica, en parte. -Bueno -dijo el hombre incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos? Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta. -No sé… -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios. -¿Qué? -¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz? -¿Lo sabrán también las chicas? -No, naturalmente que no. El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada cada uno a su modo. -Bueno -dijo el hombre al fin. Besó a su mujer durante un rato. -Nos hemos llevado bien, después de todo -dijo la mujer. -¿Tienes ganas de llorar? -le preguntó el hombre. -Creo que no. Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca oscuridad de la noche y retiraron las colchas. -Las sábanas son tan limpias y frescas… -Estoy cansada. -Todos estamos cansados. Se metieron en la cama. -Un momento -dijo la mujer. El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta. -Me había olvidado de cerrar los grifos. Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse. La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas. -Buenas noches -dijo el hombre después de un rato. -Buenas noches -dijo la mujer.
No han visto las estrellas, ni una sola, ni una de todas las criaturas de este mundo desde que las arenas rozaron el viento por primera vez. Ni una sola, ni una, ni una bestia de entre todas las bestias se ha parado en el prado o la llanura o la colina y ha conocido la emoción de mirar esos fuegos; nuestras almas admiran lo que ellas, ¡oh, ellas!, jamás han conocido. Durante cinco mil millones de años han salido volando girando alrededor de las esferas pero ni una sola vez en todos esos años un león, un perro o un pájaro que atraviesa el aire ha mirado hacia allí, ¡oh, mira! Ha mirado hacia allí, ¡ah Dios!, a las estrellas; ¡Oh mira, mira allí! Es como si nunca hubieran existido
ni el universo ni el sol ni la luna ni la simple luz de la mañana. Su tragedia era muda y ciega, y aún lo sigue siendo. ¿Nuestra percepción? Sí, ¿la nuestra? Averiguar lo que somos ahora. Pero piénsalo, después elige…di, ¿a quién? ¿A los nacidos de la salvaje Tierra, habitantes de un espacio que tan pronto se mira se borra y queda ciego como si sus milagros no hubieran existido? ¿Extensas órbitas de penetrante luz, fuego y escarcha, que nada más mirarlas ya se pierden? ¿O a nosotros, de carne delicada, con los ojos nuevos de Dios que suben y comprenden y rastrean los cielos? Nosotros observamos la deriva de las estaciones en la marea lunar y sabemos del paso de los años, recordando lo muerto.
Oh, sí, quizás algunos pájaros alguna que otra noche han sentido la salida de Orión y han virado sus vuelos y han girado hacia el sur porque llevaban cartas estelares impresas en sus dulces sueños genéticos… O así parece. ¿Pero ven? ¿Pero de veras ven y se percatan? Y, percatándose, ¿es que acaso desean tocar esas hogueras, alargarse hasta que la poderosa frente de un hombre de la altura de Lamarck golpee terremotos, impacte contra la superficie de la luna, después de Marte, después de los anillos de Saturno?; y, alargándose, ¿pretenden enseñar al resto de las bestias cómo volar con sueños en lugar de con sus viejas alas? Así que, piénsalo: ¡somos los primeros! Los únicos a los que Dios ha honrado con su ascensión de soles. Para nosotros, como regalo: Aldebarán, Centauro, el doméstico Marte. Despierta, dice Dios. Mira hacia allí. Ve a cogerlas. Las estrellas. Oh, Señor, muchas gracias. ¡Las estrellas!
«…Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno. O, mejor aún, no le des ninguno. Haz que olvide que existe una cosa llamada guerra.
Si el Gobierno es poco eficiente, excesivamente intelectual o aficionado a aumentar los impuestos, mejor es que sea todo eso que no que la gente se preocupe por ello. Tranquilidad, Montag. Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombre de las capitales de Estado, cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórralo de datos no combustibles, lánzales encima tantos “hechos” que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información.
Entonces tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian.
No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino, se encuentra la melancolía…»
Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de
cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda
inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren
allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no
goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la
melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño
y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por
desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es
bondad y es serenidad y es pasión. Por eso no tengo nunca un libro,
porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí
honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera
seguramente en toda la provincia de Granada.
No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera
desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un
libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan
de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones
culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos
los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos
los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en
máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una
terrible organización social.
Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede,
que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre
fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que
tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque
son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos
libros?
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir:
‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como
anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso
Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin,
estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes
y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en
carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos
libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía
terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es
decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque
la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o
frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura
toda la vida.
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos
de Europa, que el lema de la República debe ser: ‘Cultura’. Cultura
porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy
se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.
Discurso de Federico García Lorca en la inauguración de la biblioteca de su pueblo en Septiembre de 1931.
«Usted no tiene que quemar libros para destruir una cultura.
Sólo tiene que hacer que la gente deje de leerlos»
Llegaron a las extrañas tierras azules y les pusieron sus nombres: ensenada Hinkston, cantera Lusting, río Black, bosque Driscoll, montaña de los Peregrinos, ciudad Wilder, nombres todos de gente y de las hazañas de gente. En el lugar donde los marcianos mataron a los primeros terrestres, había un pueblo Rojo, en recuerdo de la sangre de esos hombres. El lugar donde fue destruida la segunda expedición se llamaba Segunda Tentativa. En todos los sitios donde los hombres de los cohetes quemaban el suelo con calderos ardientes, quedaban como cenizas los nombres. Y, naturalmente, había una colina Spender y una ciudad Nathaniel York...
Los antiguos nombres marcianos eran nombres de agua, de aire y de colinas.
Nombres de nieves que descendían por los canales de piedra hacia los mares vacíos. Nombres de hechiceros sepultados en ataúdes herméticos y torres y obeliscos. Y los cohetes golpearon como martillos esos nombres, rompieron los mármoles, destruyeron los mojones de arcilla que nombraban a los pueblos antiguos, y levantaron entre los escombros grandes pilones con los nuevos nombres: Pueblo Hierro, Pueblo Acero, Ciudad Aluminio, Aldea Eléctrica, Pueblo Maíz, Villa Cereal, Detroit II, y otros nombres mecánicos, y otros nombres de metales terrestres.
Y después de construir y bautizar los pueblos, construyeron y bautizaron los cementerios: colina Verde, pueblo Musgo, colina Bota, y los primeros muertos bajaron a las sepulturas...
Y cuando todo estuvo perfectamente catalogado, cuando se eliminó la enfermedad y la incertidumbre, y se inauguraron las ciudades y se suprimió la soledad, los sofisticados llegaron de la Tierra. Llegaron en grupos, de vacaciones, para comprar recuerdos de Marte, sacar fotografías o conocer el ambiente; llegaron para estudiar y aplicar leyes sociológicas; llegaron con estrellas e insignias y normas y reglamentos, trayendo consigo parte del papeleo que había invadido la Tierra como una mala hierba, y que ahora crecía en Marte casi con la misma abundancia. Comenzaron a organizar la vida de las gentes, sus bibliotecas, sus escuelas; comenzaron a empujar a las mismas personas que habían venido a Marte escapando de las escuelas, los reglamentos y los empujones.
Era por lo tanto inevitable que algunas de esas personas replicaran también con